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Siempre que huela a Salitre: Mesa para Dos en O Puntal

«Llamando a 981 480 532».

 Los Toots and the Maytals, respetuosos, guardaron silencio y se hizo el bullicio en el manos libres

-¡¿Taberna do Puntal?! 

– Hola Antía, son eu, ¿terás mesa? Chego en hora e media, aínda estou saíndo

– Imposible. Nada ata a noite. ¡Estamos no verán, reina! 

Eché un ojo a la pantalla del coche: 3 de agosto. 

– Vaia, claro… Agardo, logo. ¿Ás nove? Mesa para unha. Vou de retiro, a ver se non atopo a ninguén. 

– Complicado- se rió-. ¡Vémonos!

Volvieron a sonar los Maytals y secundé su carcajada. Imposible no encontrar a un conocido en el epicentro de la movida estival noroeste. 

«Me haré con un rincón para mirar cómo se oculta el mismo sol de todos los veranos mientras tomo una caña y media ración de la tortilla más rica del mundo. Eso es lo que quiero», pensé.

Andrés desató su piragua de la baca del coche y la echó al mar. No lo hizo con la misma agilidad de otras épocas, sus 67 años pesan ya más que esa mole de dos plazas que solo ocupan él, aunque todavía fornido como buen hombre de olas, y su caña. 

Suele surcar las raíces de los acantilados más altos de Europa pescando toda robaliza- lubinaque irrumpe en su agitada travesía, y las otras también, es un aventurero. 

Le gusta recordar a sus conocidos que, en el verano de 2010, un equipo de la BBC se desplazó hasta Pantín a entrevistarle. 

«Alucinaron cun tipo de sesenta e pico que fai pesca deportiva e come do seu hobby», sonríe y mira al cielo cuando lo repite, que es muy a menudo. 

Me saqué las gafas de sol para comprobar que el verde del monte sigue igual de brillante que siempre, abrí la ventana y el olor a salitre me dio la bienvenida. En los últimos cien metros conté veinte coches y cinco furgonetas, un total de treinta y cinco tablas, mucha parafina, y cincuenta kilómetros de «postureo» surfero. 

Llegué a las aguas en las que nací y pasé la tarde estudiando el estilo navegante de una colonia de suecos que se ha hecho con la mejor rompiente de la playa de Villarrube. 

  

«No me importa, que la disfruten, solo hago tiempo para ir al Puntal, a ver el atardecer, comer tortilla y tomarme una caña»

Andrés cifró en quince su bote del día, y una robaliza que luchaba por la vida saltó desde la piragua para regresar al mar. Diecinueve. Sonrió y pensó en que su hijo también voló ansiando otras olas. Ahora surca acordes de guitarra por la capital. Lo echa de menos.

Él también será libre hoy, completamente solo aunque rodeado, comiendo almejas y tomándose una caña mientras atardece. 

  
Saludé a Antía al entrar en su Taberna. En una esquinita aguardaba, impaciente como una servidora, mi mesa y, mientras caminaba, examiné el terreno: un almirante ferrolano y su familia, cuatro mesas de primos madrileños compartiendo arena bajo las sillas e historias de invierno en los postres, dos paisanos de Cedeira encumbrando aventuras de mar a sotavento, a la derecha una oculta Carmen Maura y su atento clan, más suecos, muchos, tres hippies y dos perros a la una y cuarto. Todo en orden en un crisol de culturas. Nadie a quien saludar. ¡Bien!

A menudo, mi abuelo me contaba historias de aquel rincón, cuando se erigió como lugar de reunión y sobrevivía a base de Ribeiro en taza y queso con anchoas. Me gusta imaginarme esa tasca llena de marineros con los pies pegados a un suelo cargado de un serrín insuficiente. Nada que ver con el ambiente moderno, aunque de casa para los que de allí somos, que se respira ahora y que ya no necesita sobrevivir; nada similar a un espacio en el que buscar la paz. 

Andrés
aparcó el coche frente al mar y al hombro se echó su botín maloliente. «Le regalaré alguna a Antía, es un cielo y siempre consigue una mesa para este pobre viejo», pensó. Atravesó la terraza del Puntal mirando al suelo, en lucha consigo mismo por ocultar sus casi dos metros de altura, y buscando un lugar apartado en el que no interrumpir su armonía. «No quiero saludar a nadie».

– Andrés, vas ter que agardar, teño todo ocupado.

Antía se le adelantó con una negativa inevitable que no quería pronunciar, aunque sus palabras no frenaron el agasajo del pescador que, orgulloso, exhibió el sueldo del día ante los ojos azules de la dulce y atenta cedeiresa. 
Volvió el olor a salitre a mi mesa. Cada vez más intenso. Tan fuerte que dejé por unos segundos de mirar al sol. Aún entre nebulosas le ví. Él también a mi. Corrimos. Mucho. Aunque escasos metros. Como en una película en la que el tiempo se para alrededor de los protagonistas.

Nos abrazamos llegando incluso a hacernos daño (él más a mi) y compartimos lugar, contando años, quitándonos las ganas mutuas de soledad de ese 3 de agosto, y rompiendo en añicos cada intento de saludo exterior, madrileño o de casa, dio igual.

   En nuestro rincón hubo cabida para su menú y el mio, nuestro, para los cuentos de antes y las viñetas de ahora, para el mismo sol cayendo, para las palabras comunes que nos dedicó Antía, y para el mejor de los recuerdos de una noche de verano regada de Ribeiro en taza.

Hoy he abandonado Villarrube. Al lado de la puerta de casa encontré un saco de esparto lleno de robalizas y una nota húmeda escrita de la mano de quien madruga para ir al mar:

«Vémonos no Puntal, pequeniña»

Una enorme sonrisa ha dibujado mi cara hasta que he encendido el coche, y ha crecido más. Entonces, no han sonado los Maytals; Nordestin@s han subido los decibelios hasta Vixía Herbeira para, desde lo más alto, «Falar de Amores» mientras abandono el paraíso.